Poseer un bien material es una circunstancia que resulta fácilmente concebible, pero parece más complicado entender qué significaría tener en propiedad un bien intelectual. Según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), cuando se habla de propiedad intelectual se está haciendo referencia a las creaciones de la mente. Esta primera definición, aún bastante vaga e imprecisa, constituye, sin embargo, una orientación importante. Para saber qué características se pueden atribuir a este objeto inmaterial —causa de la existencia de una serie de derechos y, por tanto, de la posibilidad de que esos derechos se puedan violentar, dando lugar a una serie de delitos— existe una distinción entre dos categorías.
Por un lado, se encuentra la llamada propiedad industrial, que engloba lo siguiente: patentes de invención, o sea, derechos exclusivos sobre productos o procesos que encarnan una solución técnica a un determinado problema; marcas, entendidas como símbolos que identifican o distinguen que determinados productos o servicios hayan sido elaborados o prestados por cierta persona o empresa; diseños industriales, referidos a las características estéticas de un objeto que hacen que este pueda resultar más llamativo y, en consecuencia, que aumente su valor comercial; indicaciones geográficas, que son signos utilizados para establecer el origen geográfico de un determinado producto cuyas propiedades o reputación se derivan de ese origen (como las denominaciones de origen de ciertos productos de la industria alimentaria: vinos, quesos, embutidos y otras materias elaboradas).
Por otro lado, está la categoría de las obras artísticas, ámbito con el que la propiedad intelectual se encuentra íntimamente ligada. Aquí se pueden incluir las creaciones literarias, musicales, pictóricas, escultóricas, arquitectónicas y otras de parecido estatus, como las pertenecientes al mundo de la fotografía, el cine, la televisión y el vídeo.
Vale la pena insistir en el hecho de que lo sujeto a derecho es la idea, no una plasmación concreta de esa idea. Es decir, por ejemplo, que un ejemplar concreto de una novela, o los planos para la fabricación de un prototipo, no son propiedades intelectuales, sino meras concreciones de una idea. Los derechos sobre una propiedad intelectual permiten a su poseedor disfrutar de los beneficios que se deriven de ella, sea esta una obra, una patente, un diseño o cualquiera de las categorías mencionadas anteriormente.
Como no podía ser de otra manera, esta situación queda consagrada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, concretamente en su artículo 27, donde se afirma que se contempla el derecho a beneficiarse de la protección de los intereses morales y materiales resultantes de la autoría de las producciones científicas, literarias o artísticas. Como es bien sabido, esta norma es altamente simbólica pero no vinculante en un sentido estricto, aunque inspira convenciones, resoluciones y pactos que obligan a los Estados firmantes a cumplir con los preceptos que se derivan de ella. Por tanto, a estar comprometidos con el desarrollo de una legislación acorde a sus principios.