A pesar de que en nuestra constitución está reconocido nuestro derecho a la vida, concretamente en el artículo 15 CE, no se dice nada sobre el derecho a morir, ni cuándo ni cómo podemos o debemos hacerlo. Y si bien es cierto que si una persona decide suicidarse y, por la razón que sea, no lo logra, no se le aplicará ningún castigo por ello -de hecho, por lo general, todo lo contrario: el Estado le presta su ayuda para poder salir de dicha situación mediante nuestro Sistema de Salud-, si es un tercero quien pretende asistir a la muerte, el peso de la ley caerá irremediablemente. Como reza el artículo 143.3 del Código Penal, la pena por este delito -tipificado como homicidio consentido- es de seis a diez años de cárcel, un dato que en muchas ocasiones frena cualquier tentativa en este sentido, a pesar de que los implicados estén completamente de acuerdo en el hecho que pretender llevar a cabo.
Es por esto que el Parlamento español aprobó definitivamente el 18.03.2021 una ley para regularizar la eutanasia y el suicidio asistido, uniéndose a la reducida lista de países que permitirán a un paciente incurable recibir ayuda para morir y evitar su sufrimiento. De hecho, la ley entró en vigor durante junio de aquel año, y validada por el Congreso de los Diputados con 202, 2 abstenciones y 141 votos en contra, principalmente de la derecha. De esta manera, España se convirtió en uno de los primeros países del mundo en el que la práctica de la eutanasia se legalizó.
La norma indica que toda persona con «enfermedad grave e incurable» o padecimiento «crónico e imposibilitante» puede solicitar ayuda para morir y así evitar «un sufrimiento intolerable», tanto para el paciente como para los familiares y allegados. Aun así, las condiciones impuestas son bastante estrictas, como que la persona que solicita la eutanasia ha de tener la nacionalidad española o la residencia legal, sea «capaz y consciente» al hacer la petición, expresarla por escrito «sin presión externa» y repetirla quince días más tarde, con tal de asegurar la voluntad de la persona.
Cualquier petición podrá ser siempre rechazada si el médico a cargo de llevarla a cabo considera que no se cumplen los requisitos. Además, cualquier formulario debe ser aprobado por otro médico y por una Comisión de Evaluación, posibilitando que cualquier profesional de la salud puede alegar «objeción de conciencia» para negarse a participar en el procedimiento, costeado por la sanidad pública.
Así mismo, para asegurarse de la clara voluntad del solicitante, éste debe ser consciente “de la información que exista sobre su proceso médico, las diferentes alternativas y posibilidades de actuación, incluida la de acceder a cuidados paliativos integrales comprendidos en la cartera común de servicios y a las prestaciones a que tuviera derecho de conformidad a la normativa de atención a la dependencia”, la cual le será dispuesta por escrito. Una vez iniciado el proceso, el afectado podrá cambiar su decisión en cualquier momento y, una vez reciba la autorización pertinente, retrasar su aplicación todo lo que quiera.
En definitiva, la ley constituyó toda una victoria para la gente que reclamaba el derecho a una muerte digna, íntegra y alejada del sufrimiento, y una derrota para, por otra parte, todas aquellas personas que opinan que la norma se aprovecha de aquellos en dependencia y fragilidad, apoyando la cultura del descarte y de la muerte.