Es posible que entre los no profesionales, la reciente derogación del Real Decreto-ley 21/2018, de 14 de diciembre, de medidas urgentes en materia de vivienda y alquiler, haya creado una cierta confusión en lo que atañe a la regulación de los contratos de alquiler, más que nada por la brevedad de su vigencia (poco más de un mes). Por ese motivo, puede resultar útil en un primer artículo una pequeña digresión histórica en lo que concierne a la legislación sobre arrendamientos para, en un segundo artículo, realizar un análisis resumido de la situación jurídica en ese ámbito a día de hoy.
La entrada en vigor de la Constitución de 1978, cúspide del actual ordenamiento jurídico español, trajo consigo un sustancial impulso legislativo en todos los ámbitos. Ejemplo de ello es la importante reglamentación que en materia de alquileres ha pretendido, desde entonces, desarrollar y dar respuesta al artículo 47 del texto constitucional, que consagra el derecho de todos los españoles al disfrute de una vivienda digna y adecuada.
Hasta principios de la década de 1980, el régimen jurídico de los arrendamientos urbanos se encontraba regulado por el texto refundido de la Ley de Arrendamientos Urbanos de 1964. La incapacidad de esa norma para dar respuesta a la nueva situación tras la transición democrática motivó, entre otras razones, la aprobación del Real Decreto-ley 2/1985, de 30 de abril, sobre Medidas de Política Económica, que introdujo dos importantes modificaciones: por un lado, la libertad para pactar la duración del contrato de arrendamiento, junto a la supresión de la obligatoriedad de la prórroga forzosa; y, por otro la libertad para transformar las viviendas en locales de negocio.
Tales medidas, sin embargo, resultaron claramente insuficientes, lo cual, como era de esperar, trajo consigo el esfuerzo del legislador para intentar adaptar, una vez más, el derecho a los retos planteados por la cambiante realidad. Fruto de esa nueva iniciativa fue la Ley 29/1994, de 24 de noviembre, de Arrendamientos Urbanos, que trajo consigo el establecimiento del plazo mínimo de cinco años para la duración de los contratos; la introducción de un mecanismo de prórroga tácita por tres años una vez finalizados aquellos cinco años; el abandono de la distinción tradicional entre arrendamientos de viviendas y de locales comerciales; la regulación de las condiciones en las que el arrendatario podía enervar la acción en los desahucios; y, entre otras medidas, el establecimiento de la regulación del recurso de casación en materia arrendaticia.
Con todo, veinte años después y a pesar de las mejoras, existían algunos inconvenientes: por una parte, el mercado inmobiliario español todavía se caracterizaba por una altísima tasa de propiedad frente al escaso número de viviendas en alquiler; por otro, las relaciones personales entre arrendadores y arrendatarios eran las que predominaban en ese sector, impidiendo la profesionalización del mercado del alquiler. La búsqueda de estrategias de flexibilización y dinamización en este terreno guió la redacción de la Ley 4/2013, de 4 de junio, de medidas de flexibilización y fomento del mercado del alquiler de viviendas. Este objetivo supuso la puesta al día de la anterior ley en cuatro aspectos fundamentales: el refuerzo de la libertad de pactos dentro del régimen jurídico aplicable; la duración de los arrendamientos, con la polémica reducción de cinco a tres años para la prórroga obligatoria y de tres a uno para la tácita; la recuperación del inmueble por el arrendador para destinarlo a vivienda en algunos supuestos; y la previsión de que el arrendatario pudiese desistir del contrato en cualquier momento después de los seis primeros meses.